Carta Abierta a Carlos Slim, por Denisse Dresser

Estimado Ingeniero:

Le escribo este texto como ciudadana. Como consumidora. Como mexicana
preocupada por el destino de mi país y por el papel que usted juega en su
presente y en su futuro. He leído con detenimiento las palabras que
pronunció en el Foro “Qué hacer para crecer” y he reflexionado sobre sus
implicaciones. Su postura en torno a diversos temas me recordó aquella
famosa frase atribuida al presidente de la compañía automotriz General
Motors, quien dijo: “lo que es bueno para General Motors es bueno para
Estados Unidos”. Y creo que usted piensa algo similar: lo que es bueno para
Carlos Slim, para Telmex, para Telcel, para el Grupo Carso es bueno para
México. Pero no es así. Usted se percibe como solución cuando se ha vuelto
parte del problema; usted se percibe como estadista con la capacidad de
diagnosticar los males del país cuando ha contribuido a producirlos; usted
se ve como salvador indispensable cuando se ha convertido en bloqueador
criticable. De allí las contradicciones, las lagunas y las distorsiones que
plagaron su discurso y menciono las más notables.

Usted dice que es necesario pasar de una sociedad urbana e industrial a una
sociedad terciaria, de servicios, tecnológica, de conocimiento. Es cierto.
Pero en México ese tránsito se vuelve difícil en la medida en la cual los
costos de telecomunicaciones son tan altos, la telefonía es tan cara, la
penetración de internet de banda ancha es tan baja. Eso es el resultado del
predominio que usted y sus empresas tienen en el mercado. En pocas palabras,
en el discurso propone algo que en la práctica se dedica a obstaculizar.
Usted subraya el imperativo de fomentar la productividad y la competencia,
pero a lo largo de los años se ha amparado en los tribunales ante esfuerzos
regulatorios que buscan precisamente eso. Aplaude la competencia, pero
siempre y cuando no se promueva en su sector. Usted dice que no hay que
preocuparse por el crecimiento del Producto Interno Bruto; que lo más
importante es cuidar el empleo que personas como usted proveen. Pero es
precisamente la falta de crecimiento económico lo que explica la baja
generación de empleos en México desde hace años. Y la falta de crecimiento
está directamente vinculada con la persistencia de prácticas
anti-competitivas que personas como usted justifican. Usted manda el mensaje
de que la inversión extranjera debe ser vista con temor, con ambivalencia.
Dice que “las empresas modernas son los viejos ejércitos. Los ejércitos
conquistaban territorios y cobraban tributos”. Dice que ojalá no entremos a
una etapa de “Sell Mexico” a los inversionistas extranjeros y cabildea para
que no se permita la inversión extranjera en telefonía fija. Pero al mismo
tiempo, usted como inversionista extranjero en Estados Unidos acaba de
invertir millones de dólares en The New York Times, en las tiendas Saks, en
Citigroup. Desde su perspectiva incongruente, la inversión extranjera se
vale y debe ser aplaudida cuando usted la encabeza en otro país, pero debe
ser rechazada en México. Usted reitera que “necesitamos ser competitivos en
esta sociedad del conocimiento y necesitamos competencia; estoy de acuerdo
con la competencia”. Pero al mismo tiempo, en días recientes ha manifestado
su abierta oposición a un esfuerzo por fomentarla, descalificando, por
ejemplo, el Plan de Interconexión que busca una cancha más pareja de juego.
Usted dice que es indispensable impulsar a las pequeñas y medianas empresas,
pero a la vez su empresa -Telmex – las somete a costos de telecomunicaciones
que retrasan su crecimiento y expansión. Usted dice que la clase media se ha
achicado, que “la gente no tiene ingreso”, que debe haber una mejor
distribución del ingreso. El diagnóstico es correcto, pero sorprende la
falta de entendimiento sobre cómo usted mismo contribuye a esa situación. El
presidente de la Comisión Federal de Competencia lo explica con gran
claridad: los consumidores gastan 40 por ciento más de los que deberían por
la falta de competencia en sectores como las telecomunicaciones. Y el precio
más alto lo pagan los pobres. Usted sugiere que las razones principales del
rezago de México residen en el gobierno: la ineficiencia de la burocracia
gubernamental, la corrupción, la infraestructura inadecuada, la falta de
acceso al financiamiento, el crimen, los monopolios públicos. Sin duda todo
ello contribuye a la falta de competitividad. Pero los monopolios privados
como el suyo también lo hacen. Usted habla de la necesidad de “revisar un
modelo económico impuesto como dogma ideológico” que ha producido
crecimiento mediocre. Pero precisamente ese modelo -de insuficiencia
regulatoria y colusión gubernamental- es el que le ha permitido a personas
como usted acumular la fortuna que tiene hoy, valuada en 59 mil millones de
dólares. Desde su punto de vista el modelo está mal, pero no hay que
cambiarlo en cuanto a su forma particular de acumular riqueza. La revisión
puntual de sus palabras y de su actuación durante más de una década revela
entonces un serio problema: hay una brecha entre la percepción que usted
tiene de sí mismo y el impacto nocivo de su actuación; hay una contradicción
entre lo que propone y cómo actúa; padece una miopía que lo lleva a ver la
paja en el ojo ajeno e ignorar la viga en el propio. Usted se ve como un
gran hombre con grandes ideas que merecen ser escuchadas. Pero ese día ante
los diputados, ante los senadores, ante la opinión pública usted no habló de
las grandes inversiones que iba a hacer, de los fantásticos proyectos de
infraestructura que iba a promover, del empleo que iba a crear, del
compromiso social ante la crisis con el cual se iba a comprometer, de las
características del nuevo modelo económico que prometería apoyar. En lugar
de ello nos amenazó. Nos dijo -palabras más, palabras menos- que la
situación económica se pondría peor y que ante ello nadie debía tocarlo,
regularlo, cuestionarlo, obligarlo a competir. Y como al día siguiente el
gobierno publicó el Plan de Interconexión telefónica que buscaría hacerlo,
usted en respuesta anunció que Telmex recortaría sus planes de inversión. Se
mostró de cuerpo entero como alguien dispuesto a hacerle daño a México si no
consigue lo que quiere, cuando quiere. Tuvo la oportunidad de crecer y en
lugar de ello se encogió. Sin duda usted tiene derecho a promover sus
intereses, pero el problema es que lo hace a costa del país. Tiene derecho a
expresar sus ideas, pero dado su comportamiento, es difícil verlo como un
actor altruista y desinteresado, que sólo busca el desarrollo de México.
Usted sin duda posee un talento singular y loable: sabe cuándo, cómo y dónde
invertir. Pero también despliega otra característica menos atractiva: sabe
cuándo, cómo y dónde presionar y chantajear a los legisladores, a los
reguladores, a los medios, a los jueces, a los periodistas, a la
“inteligencia de izquierda”, a los que se dejan guiar por un nacionalismo
mal entendido y por ello aceptan la expoliación de un mexicano porque -por
lo menos- no es extranjero. Probablemente usted va a descalificar esta carta
de mil maneras, como descalifica las críticas de otros. Dirá que soy de las
que envidia su fortuna, o tiene algún problema personal, o es una resentida.
Pero no es así. Escribo con la molestia compartida por millones de mexicanos
cansados de las cuentas exorbitantes que pagan; cansados de los contratos
leoninos que firman; cansada de las rentas que transfieren; cansados de las
empresas rapaces que padecen; cansada de los funcionarios que de vez en
cuando critican a los monopolios pero hacen poco para desmantelarlos.
Escribo con tristeza, con frustración, con la desilusión que produce
presenciar la conducta de alguien que podría ser mejor. Que podría dedicarse
a innovar en vez de bloquear. Que podría competir exitosamente pero prefiere
ampararse constantemente. Que podría darle mucho de vuelta al país pero opta
por seguirlo ordeñando. Que podría convertirse en el filántropo más
influyente pero insiste en ser el plutócrata más insensible. John F. Kennedy
decía que las grandes crisis producen grandes hombres. Lástima que en este
momento crítico para México, usted se empeña en demostrarnos que no aspira a
serlo.

Denise Dresser